Era su enésimo momento en blanco en sepa Dios ya cuanto tiempo. Pese a ser acérrimo defensor de lo práctico, en esta ocasión le hubiera gustado tener una vieja Olivetti en lugar del portátil encendido sobre la mesa. O mejor aún, emborronar de tinta un montón de papeles para después arrugarlos y encestarlos en una papelera a rebosar. Y llamarse Segismundo que era un nombre como muy de tragedia lírica, y no Antonio Sánchez, que, lo mires por donde lo mires, no acompañaba para nada a la desgracia de la desinspiración. Un hombre vulgar delante de un ordenador vulgar. Y aún así, incapaz de escribir siquiera una receta de cocina. En otros tiempos, con cuatro palabritas apresuradamente hilvanadas regalaba oídos y sacaba a cambio bocas. En otros tiempos. Ahora, aquella sonrosada chiquilla que borracha de sus versos le regalaba vergüenzas, ya no tan chiquilla, le voceaba desde la cocina; ¡Antonio, deja ya de perder el tiempo y baja de una vez a cenar!
