viernes, 26 de junio de 2009

Para entrar en el reino de los cielos.

Don Pedro llego satisfecho a casa ese primer viernes de cuaresma. Se quitó el alzacuellos, se puso las zapatillas de casa y se metió en la cocina. Había sido un buen sermón; había hablado de sacrificio y reflexión. Muy adecuado para estas fechas. Sacó los filetes de salmón del recipiente donde los tenía macerando desde primera hora de la mañana en leche y limón y puso a derretir una cucharada de mantequilla en la sartén mientras cortaba en láminas los champiñones. Estaba seguro de que sus palabras habían calado el ánimo de los fieles, de los pocos que aún eran fieles. Añadió a la sartén los champiñones y un buen puñado de almejas que había comprado en la lonja junto con el salmón. Le gustaba traer el pescado y el marisco de la lonja, pues era mucho mejor que el que podía encontrar más tarde en los mercados. Quizá había sido algo duro reprendiendo a su rebaño, pero era la única forma que de llamarles la atención con respecto a la pérdida de las tradiciones y las buenas costumbres cristianas. Sacrificio. Era un concepto que parecía perdido en la vorágine de los tiempos que nos ha tocado vivir. A nadie le importaba ya honrar a Dios. Una vez abiertas las almejas, medio vaso de vino blanco, un chorreón de limón y - su toque especial - un taponcito de un oloroso con más de 50 años de crianza que tenía guardado en la alacena como oro en paño. A fuego lento. La cuaresma debía ser un periodo de privación. La privación nos ayuda a reflexionar, y eso es lo que les pedía a sus fieles. Reflexión. Reflexión y privación. Tras pasar el salmón por la sartén, vuelta y vuelta, lo montó en un plato con los champiñones y las almejas por encima y lo llevó, junto con los pimientos del piquillo rellenos de bacalao que había preparado la noche anterior, a una mesa cuidadosamente puesta. Se sirvió un vasito de vino y probó el plato. Delicioso. Cambiando de opinión, devolvió el vino del vaso a la jarra y fue de nuevo a la alacena a buscar una botella de Chardonnay francés que hace tiempo reservaba para una ocasión adecuada. Grand Cru Chevalier-Montrachet. Un capricho de los caros. Una comida especial se merecía un vino especial. Y no el vino peleón que usaba en la eucaristía. La cena estaba servida. Se sentó en la mesa y, dando gracias a Dios, se dispuso a ofrecerle el sacrificio de no comer carne ese primer viernes de cuaresma.

miércoles, 17 de junio de 2009

La lista de la compra.

El pasillo del supermercado. El de las bebidas. Él coge cervezas. Seis latas. Mahou. Ella agua con gas. Él la ve de lejos y sonríe. No conoce a nadie más que compre agua con gas. En eso no ha cambiado. Es en lo único en lo que no ha cambiado.
Hola. Hola.
Se observan un eterno instante a prudente distancia antes de darse dos torpes besos. Se miden. Ella tiene la tierna belleza de las embarazadas. Él está un poco más gordo. Un poco más calvo. Un poco más viejo.
¿De cuanto...?. Diecinueve semanas.
Subraya su respuesta acariciándose la barriga.
¿Y tú? ¿Sigues con...?. Sí.
Uno, dos, tres, cuatro segundos de silencio.
¿Y sabe ya que la harás infeliz?
Forzado tono jocoso. Sonrisa artificial. Él devuelve la sonrisa. Y el tono.
No. Aún no se lo he dicho. Deberías. Sí, debería.
Otra vez silencio. Se estudian la compra. Él, una cesta. Patatas fritas, cerveza, pizza congelada, desodorante. Ella, un carrito. Lleno.
He de irme, claro, sí, yo también, es que tengo..., sí, yo también tengo..., que me alegro de..., sí, yo también me alegro..., estás, te veo muy..., gracias, y tú.
Se acercan. Descoordinados. Medio abrazo. Un beso en la mejilla. Con el segundo, desatinado, se rozan los labios. Los labios. Se miran los labios. Se besan en los labios. Tiernos. Ella retiene el beso. Muerde levemente el inferior antes de zafarse con lentitud de su imprudencia. Él la deja ir.
Sin volverse, tirando del carro lleno hacia la caja, ella sonríe. Cabrón, masculla. Pero sonríe.

lunes, 8 de junio de 2009

El despeñadero.

Había muerto mi padre y había muerto mi esposa. Era una vida de mierda. Una vez secas las lágrimas, quise vivir todo de corrido tic-tac tic-tac sin que fuera enero, ni San Juan, ni domingo, ni las nueve de la mañana, ni la hora de la siesta. Que el tiempo no causara más estragos que el de restar vida. Sin acontecimientos. Sin excelsas felicidades ni reversos de moneda. Sin letra pequeña. Convertir mi vida en una secuencia dormido-despierto-dormido-despierto. A base de tesón, conseguí no querer nada que pudiera perder. Vivir sin hacerme preguntas ni formular deseos. Sosegadamente infeliz. Tranquilo. Sin llantos. Sin pesadillas. ¿Sosegadamente feliz?. Fue por aquellos entonces que encontré a Mariela. No era ni fea ni bonita. Me enamoró. Y más tarde me partió el corazón.

martes, 2 de junio de 2009

La dolce vita.

Te quiero, Álvaro.
Yo también te quiero, Silvia.

Ella miente porque esta mañana se ha encontrado un puñadito de canas nuevas, tiesas, agolpadas en un pequeño mechón aún imperceptible. Se ha sentido vieja.
Él miente porque, tras la oreja, ella huele terriblemente a mujer.

Ahora se besan. Ahora ella entreabre las piernas. Funciona.