domingo, 19 de septiembre de 2010

Del existencialismo en las alturas.

La azafata del vuelo 5723 mira a la rubia grandota del asiento 6F y piensa lo difícil que tiene que ser llorar en alemán. También llora la señora del 13A, y el jóven del 27E hace un visible esfuerzo por contener las lágrimas. Los ha estado observando mientras hacía la demostración de seguridad, pero es a la teutona a la única a la que puede ver desde su asiento en la cabina y, por tanto, es en la que ha fijado su atención.
Los aviones son sitios en los que se llora mucho, la azafata lo sabe. Casi tanto como en el cine y en las iglesias. Observar las llantinas de los pasajeros es ya para ella una cuestión de rutina. Esta germana, por ejemplo, debe llorar por una cuestión de amores, pues es de las que mira continuamente el móvil y se ve más desconsolada cuando suena el aviso de, por favor, apaguen sus teléfonos. Es posible que haya mandado un último tequiero (Ich liebe dich) que no ha tenido una respuesta a tiempo. Casi todos lloran por amor (o desamor). Aunque también los hay que lloran por el vacío que provoca irse lejos de la familia y de la tierra. A la azafata le da últimamente por pensar en lo estúpido del yo, pues día tras día desfilan ante ella un sinfín de plañideros clónicos que viven como único su llanto.
El avión empieza a acelerar motores y la azafata abrocha su cinturón para el despegue. Normalmente éste es el momento en el que hace alguna broma con sus compañeros, pero hoy no está de humor. Su novio se ha ido esta mañana de casa y ha venido llorando todo el camino al aeropuerto. Sólo ha sido capaz de parar cuando ha entrado a trabajar.